Después de un tiempo bastante desanimado vuelvo a coger un lápiz y me enfrento a una hoja de papel. Metafóricamente hablando, claro. Y es que las últimas carreras (en concreto la media de Illescas y la Cervantina) me dejaron tan mal sabor de boca, tan decaído, que no me apetecía nada volver a recordar y recuperar malas sensaciones y frustraciones.
Sin embargo, hoy, y casi sin querer, acudo a un trail no muy conocido (con el objetivo de preparar la media Movistar de Madrid tras la insospechada cancelación de la Media de Coslada) y casi por obligación. Los factores para elegirla: Una distancia de 14 kilómetros (superior a una carrera urbana de 5 ó 10 pero sin un palizón excesivo)Precio asequible: 10 euros, cierto que en vez de camiseta obsequian con una gorra conmemorativa.Lugar: cerca de Alcalá, posibilidad de que la familia me acompañe e incluso algún amigo se digne a verme, con posterior día de turismo rural.Hora: 11 de la mañana, que ya entre semana se madruga bastante. Temía el posible calor que estamos viviendo estos días y que tan mal estoy tolerando a la hora de las carreras pero, afortunadamente, anoche refrescó y para mí ha hecho una temperatura ideal. El único inconveniente ha sido la coincidencia con el cambio de hora, lo que ha resuelto que la familia haya desistido por sueño y de nuevo, una vez más, me haya tocado enfrentarme a mí solo a una aventura dominguera.
Así que a las 8 de la mañana, las 7 de antes, ha sido el momento de levantarse, desayunar bien, darse una ducha y prepararse. Otra vez, justo antes de salir, el mayor se levanta y hay que realizar ina última parada técnica para poner un desayuno y entre besos, prometer mintiendo que enseguida regreso.
Quería salir con tiempo porque al ser nuevo destino no sabía exactamente cuánto iba a tardar. La entrega de dorsales era hasta media hora antes de la prueba y, entre unas cosas y otras, he llegado a eso de las 9.45.
Dándome un paseo hasta la plaza del pueblo he recogido el dorsal y la gorra conmemorativa. He aprovechado para tirar alguna foto de recuerdo (y en previsión de retorno de ganas de realizar esta crónica) y he regresado al coche a hacer lo que menos me gusta de esos días: esperar, y menos cuando no tengo con quién. Me doy cuenta que al final, y como siempre, me he dejado en casa más de lo que me he traído.
Cuando falta un cuarto de hora me dirijo otra vez a la plaza. Pienso que mi dorsal es el 43, que no la debe correr mucha gente y que si el nivel es alto, puedo finalizar de los últimos. Me autoanimo pensando a su vez que la posición será alta, viendo el vaso medio lleno.
El ambiente ha cambiado. Algunos corredores trotan alegremente por las calles del pueblo, dando un colorido especial a las mismas. Música de rock, un speaker amenizando la espera mientras la gente se saluda o se echa alguna foto.
En efecto, hay pocos corredores bajo el arco de salida. Algunos nos atrevemos con la distancia larga; otros afrontarán la corta consistente en 8 kilómetros de campo a través. Cuando recibimos la conformidad de las autoridades se procede al pistoletazo de salida.
El primer kilómetro recorre básicamente el pueblo, con un tramo incluso de empedrado. Ahora no pasa nada porque estamos fuertes pero luego posiblemente a la vuelta lo podamos notar. Enseguida me quedo rezagado en la parte intermedia del grupo. Soy consciente que en estas carreras lo importante es mantener un ritmo sostenible, porque se puede explotar en cualquier subida y desafortunadamente no conozco el recorrido. Aún así, este primer kilómetro lo marco por debajo de 5 minutos.
En breve abandonamos el pueblo y recorremos las primeras zonas asilvestradas, entre matojos, piedras y senderos repletos de polvo. Afortunadamente no ha llovido (aunque el cielo parece impaciente por arrojar agua) y el terreno todavía es compacto.
Hasta aproximadamente el kilómetro 3 ambas distancias coinciden; a partir de allí nos separaremos. Alcanzamos una zona conocida como Camino de la Mina, en paralelo al Arroyo de Camarmilla. Sigo intentando mantener un ritmo asequible para mí, consciente que aunque de momento no hemos encontrado grandes pendientes, no hemos parado de subir desde el inicio de la prueba. Al parecer lo voy logrando: me mantengo a la misma distancia y me acompaño de los mismos corredores.
Al alcanzar el kilómetro 5 nos hallamos frente a lo que, para mí, resultó lo más duro del día de ayer. En cierto momento emergió una subida que obligó a algunos a realizarla caminando. Reconozco que ésta logré concluirla corriendo, pero tras un rápido descenso, que finalizaba en el primer avituallamiento del día (gente encantadora, con bebidas y platos con frutos secos y gominolas entre otras viandas), al girar la cabeza a derechas, del kilómetro 6 al 7 (zona de El Redondal y La Dehesilla) se podía observar una auténtica pared que parecía no tener fin. Con lo que, tras una parada técnica para beber tranquilamente un poco de agua, coger un puñado de chuches paŕa ir echándomelas en la boca (no me parecía necesario por el momento el uso de un gel), al trantran, sin prisa alguna, me dispuse a subir hasta donde las piernas dijeran basta (que vino a ser más o menos a la mitad). Algunos corredores me adelantaban, yo adelantaba a otros, pero a estas alturas éramos un goteo.
Confieso que el último tramo lo realicé caminando, a buen ritmo eso sí, pero caminando. Una vez en la cima, con amplios senderos no exentos de algún pedrusco pero que se podían correr fácilmente, procedimos a descender de manera sostenida, nada abrupta, con tendencia favorable. Las distancias se mantenían y era muy fácil de seguirse el trayecto adecuado gracias al buen balizamientos, las marcas imborrables del suelo pese al interminable número de pisadas sufridas y a la incipiente llovizna que iniciaba su aparición y que incitaba a aumentar el ritmo para no mojarnos más de la cuenta y la colocación de voluntarios que indicaban el camino correcto, amen de animar e incluso fotografiarnos.
Llevaríamos como unos diez kilómetros cuando uno de los voluntarios nos indicaba que era el turno de girar a izquierda y proseguir por un segmento de escasamente cien o doscientos metros que picaban maliciosamente hacia arriba y rompían la alegría con la que descendíamos. Aun así, de nuevo apretando dientes y confiando en que sólo restaban 4 kilómetros más, alcancé el final del repecho sin detenerme ni caminar. Como obsequio, el segundo avituallamiento, esta vez sólo con agua. Unos breves sorbos, refrescarse la nuca y disfrutar, ahora sí queridos amigos, de la parte más divertida de la prueba.
En fila de a uno, era prácticamente imposible adelantar por la estrechez del camino, procedimos a recorrer un terreno zigzagueante, sube y baja por la zona de La Manga del Fraile, con de nuevo pendiente favorable, y que nos deleitó con la visión del pueblo al final de la misma y de un precioso barranco. Eso con cuidado, porque el terreno requería toda la atención para evitar un posible percance.
Digo que es la más divertida porque aumentaba la sensación de perseguir y a la vez de ser perseguido, de ir a tope para que no te alcanzaran y tener a su vez la oportunidad de alcanzar al corredor de delante en esa sana y bonita pugna que a veces surge. Fueron sólo un par de kilómetros posiblemente… ¡pero qué dos kilómetros!
Del 12 al 13 fue el turno de «dejarse caer»: una bajada pronunciada, de esas que habitualmente me atemorizan por si piso mal y la fastidio. Pero ayer me daba igual: brincaba, saltaba, incluso parecía que mi tronco y mis piernas fueran capaces de frenar y acelerar como hace mucho que no lo sentía. Y, como el que no quiere la cosa, nos aguardaba el último kilómetro que nos conduciría hasta la meta.
Del kilómetro 13 al 14 coincidía con el primero de la prueba, ya de nuevo entre las calles del pueblo. Justo antes de comenzar un voluntario nos grita a mi compañero de fatigas que va unos metros por delante: «¡Vamos, que vais muy bien!» (llevamos desde el kilómetro 7 u 8 más o menos juntos, nos hemos pasado un par de veces y viceversa). Al cruzarme con él vuelve a animarme:
-¡Vamos, que lo estás haciendo fenomenal! ¡Qué ritmazo! ¡Por mis cuentas eres el cuarenta!
Entre resoplidos acierto a preguntar:
-¿El cuarenta de cuántos?
Me responde:
-¡Y yo que sé! Sólo se que lo estás haciendo muy bien!
Y sonrío. Entre el agotamiento y el sufrimiento y el dolor de piernas… yo sólo sonrío. Y decido que voy a intentar alcanzar al compañero que va delante de mí. Aprieto dientes, puños y todo lo que me quede por apretar. El suelo está ahora húmedo y resbaladizo pero me da igual. Quiero ir rápido, todo lo que pueda.
Justo antes de la meta mi reloj marca el kilómetro 14. 4:35. Hacía mucho, demasiado, que la parte final de una prueba no la terminaba de menos a más. Así que intento esprintar entre las voces de la no mucha gente que aguarda en la plaza, casi todos corredores o acompañantes de los mismos.
En el momento de cruzar la meta pillo a mi inesperado compañero. Marcamos el mismo tiempo. Distingo una cámara, un fotógraf@, y me dedico ese instante de absoluta felicidad. Porque hoy si me lo merezco.
Me dirijo al compi y le felicito, ha completado un carrerón. Encamino mis pasos hacia el avituallamiento final: bebidas (agua e isotónicas), otra mesa con diversos frutos secos y chucherías ( cojo dos puñados de ositos de goma para Gonzalo, ojalá hubiera estado para verme…y robar unos pocos más) y migas, que no es algo que haya comido mucho pero que en ese momento el cuerpo me las pide a gritos.
Dejo las cosas en un banco de la plaza y me dispongo a tomar tranquilamente las migas junto a la botella de agua. Mientras estoy comiendo se acerca el compañero que ha cruzado la meta a la vez que yo. Está con otra chica de su mismo equipo y repartimos un ratito una charla agradable acerca de lo bien que ha estado la carrera, más durilla de lo que pensábamos al principio y más bonita de lo que nos hubiéramos imaginado.
Comienza a caer con más fuerza. Me dicen que se van para el coche y, justo a la vez, aparece otro corredor que ha ido delante de mí gran parte del recorrido y al que he adelantado en los kilómetros finales. Charlamos otro poco mientras me termino las migas, les hago una foto recuerdo a él y a su mujer y, de manera recíproca, ellos a mí. Nos despedimos y ya me marcho hacia el coche. Cada vez que observo que llega algún corredor o corredora de los rezagados me detengo a aplaudir y vitorear: en el fondo, tiene tanto mérito como el resto de gente que la ha corrido.
Ya en el coche me pongo ropa a seca. Sigue lloviendo y pienso en lo bien que viene esta agua al campo. Pongo la radio, en la emisora están retransmitiendo un partido de fútbol. Me quedan unos 35 kilómetros para llegar a casa. Conduzco despacio, saboreando cada recuerdo. De nuevo, he vuelto a ser felíz.
Aventuras y desventuras de un papi runner – https://aventuraspapirunner.wordpress.com/