Con el regusto aún en los labios de la Behobia, siete días después era el momento de calzarse las zapatillas para correr donde vivo, en Arganda del Rey. Otra carrera marcada en rojo en mi calendario por cercanía, posibilidad de dos distancias, precio (unos 10€) y con carreras infantiles (que en mi caso, como ya sabéis, es muy útil a la hora de engañar a mi familia para que se vengan, o por lo menos, no me miren con mala cara a la hora de apuntarme a otra aventura.
Esta era mi quinta participación, y he de reconocer que en cada ocasión hay cambios en la retirada del dorsal, tanto en el día como en el lugar. Este año, según el reglamento, habría que recogerlo el viernes o el sábado en un concesionario, así que para allí marche el sábado por la mañana. Al final faltaba informatizarlo por lo que mi gozo en un pozo; si pensaba poder levantarme más tarde, me iba a tocar tener que madrugar otro día más. El dorsal de mi hijo también habría que cogerlo la mañana del domingo, y cuando pensaba que no iba a servir para nada la visita, me enteré que el recorrido también había sido modificado en esta ocasión.
Si me preguntaran qué caracteriza, para mí, a esta carrera, diría que la subida por la calle Valdemaría. Y es que el inicio y el final siempre han sido exigentes, pero esa subida en torno al kilómetro cuatro…la convertía en algo más. Cada año la he ido afrontando lo mejor que he podido, y cada año he logrado ascenderla mejor. Pues en efecto, como bien os habréis imaginado, este año no habría esta famosa subida dado que se buscaba un perfil más favorable y llevadero, más asequible, concentrando la mayor exigencia en los tres últimos kilómetros, por la zona de los Villares (recorrido que coincidía bastante con el de la Legua Navideña).
Tras haber desayunado a eso de las 8, y haberme preparado, me acerqué con el coche para aparcar en la Plaza de la Alegría con la intención de, tras finalizar la carrera, regresar rápidamente a casa para llevar a mi hijo a la suya (la de los mayores era a las 10 y la de las categorías inferiores a continuación; la de mi hijo, a las 12.10). Me acerqué a las 9 a las instalaciones del Club Deportivo Arganda, que también era el lugar de la salida y la llegada en sus pistas de atletismo. Logré (finalmente) ambos dorsales y me encaminé al coche a hacer tiempo y no pasar tanto frío (aunque reconozco que para las fechas que son, era una temperatura relativamente agradable).
Cuando faltaban diez minutos me presenté en la línea de salida. Por el micrófono se emitió un recordatorio para José Díaz Espada a la vez que se recalcó varias veces que el alcalde iba a disputar la de 5 kilómetros. Realicé un suave calentamiento, unos estiramientos y a esperar el pistoletazo (literal) que indicara el inicio de la prueba. Vuelta a la pista de atletismo y salida por la calle de Valdearganda para rotar a la derecha en la rotonda para proseguir por la calle San Sebastián. Paso por el primer kilómetro bastante asequible (y con las fuerzas enteras) con un tiempo de 4:48. Giro a la izquierda y el turno de afrontar el final de la Avenida del Ejército y comienzo de la Avenida de Madrid. Ahí ya el tema se complicaba, era un falso llano ascendente, pincelado de tramos con público (la asistencia era mayor que la de otros años por la climatología, aunque también se apreciaba mucho despistado, sorprendido de contemplar a los corredores a esas horas intempestivas). Al llegar a la rotonda se continuaba por la calle San Juan hasta llegar a la Plaza del Ayuntamiento, momento en el que se efectuaba un cambio de sentido y nos hallábamos ante la parte más favorable (los kilómetros dos y tres a 4:56 y 4:49 respectivamente por mi reloj).
Bajamos por la calle Juan de la Cierva y luego por la carretera de Loeches, calle de Los Ángeles, Misericordia (donde aguardaba un molesto tramo de adoquinado) y demás. Era el momento de aprovechar y dejarse caer, atravesar el Polideportivo Príncipe Felipe) y seguir bajando por Valdearganda (tiempos de 4:37, 4:26, y 4:36). Sin embargo, como había reseñado antes, faltaba lo más complicado. Al concluir la amplia avenida por la que era posible volar, y después de girar un poco antes del final de la misma a la derecha, aguardaba un zigzagueo continuo de calles por la zona conocida como Los Villares, un circuito de chalets sin apenas público y que lo que subías en una calle, lo bajabas en la otra, llaneabas unos metros, y más de lo mismo. Abarcaba el séptimo y el octavo kilómetro, y sin ser excesivamente severos, los tiempos se dispararon a 4:50 y 4:41.
Sin embargo, nos reservaban lo mejor para el final. A la mitad del octavo kilómetro, en un determinado momento, y al girar a la derecha, majestuosamente se presentaba ante nosotros la Avenida de Alcalá, otra amplia avenida que picaba continuamente hacia arriba (y que los que hayan corrido la Legua las pasadas navidades todavía recordarán). Para mí, el momento más duro, tanto por la pendiente no excesiva pero mantenida, y porque ya se acusaba el esfuerzo. El pitido que marcó otro kilómetro superado (el noveno) coincidió con la coronación de la cuesta (4:56). Ahora era el turno de apretar los dientes, intentar acelerar todo lo que se pudiera y disfrutar la vuelta final al estadio. Coloqué el chupete en mi boca, icé los brazos y atravesé la meta en, por mi reloj, 46:30 (aunque, con satisfacción, al día siguiente, observé que el tiempo oficial era 46:22).
Con la botella de agua en la mano (la bolsa del corredor era similar a la del año anterior, correcta y sin nada original) volví al coche donde me limpié un poco el sudor y me puse ropa seca. Me marché a casa y volví con mi familia para que mi hijo disputara su prueba.
Si hay algo que me gusta más que correr, es que mi hijo también participe. Esta carrera, con sus aciertos y sus fallos, me permite disfrutar de su compañía y, siempre que pueda, allí estaré, tanto si se sube Valdemaría, como si no.
Aventuras y desventuras de un papi runner – https://aventuraspapirunner.wordpress.com/